El actor enmascarado
entregado a su papel,
vive con el antifaz;
forma parte de su piel.
Ríe, llora, baila, canta,
la crítica maravillada.
¡Cómo arde el antifaz!
¡Cómo duele la fachada!
El actor odia el atrezzo
pero cumple su papel;
sólo deja el escenario
a solas o para él.
Él que entiende, que le aprecia,
que comparte su guión:
un amigo enmascarado,
compañero, campeón.
viernes, 9 de agosto de 2013
El actor enmascarado
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sábado, 29 de junio de 2013
Ángela y el mar
El puerto deportivo estaba desierto, exceptuando a
la mujer que paseaba con su gato. El animal, negro como la noche, no se
despegaba de las piernas de su dueña. Ella avanzaba con decisión en la
oscuridad, ignorando a la criatura que serpeaba entre sus tobillos.
Ángela se llamaba.
Pasaría la noche, como todas las anteriores, con la única compañía de su
mascota. En el paseo marítimo los lugareños disfrutaban del ocio nocturno entre
música y carcajadas. Ella, desde la soledad del malecón, sólo oía el suave
romper de las olas.
Presionando la palma
contra la cerradura, abrió la cancela que daba acceso al muelle y descendió
hasta el pantalán, con el gato aún a sus pies. Lo recorrió en silencio mientras
buscaba una nave apropiada. Eligió un velero pequeño con el nombre “Coralina”
grabado en su casco granate. El dueño no lo había cubierto con una lona como
los demás. Ángela saltó a la cubierta y extendió los brazos para que el gato la
siguiera. Desamarrando la embarcación, la empujó hacia el mar, dejando atrás
las luces de la ciudad.
Coralina contaba con
un motor fuera borda, pero Ángela valoraba el silencio, por lo que no lo usó.
En cambio, depositando primero el gato en el suelo, izó la vela mayor con
destreza y descendió la orza. Luego se irguió hasta su máxima altura y abrió
los brazos, murmurando suavemente. Casi de forma instantánea, el viento
recorrió la bahía, levantando espuma e inundando el aire con el olor de la
salmuera. Por primera vez en la noche, Ángela se permitió una sonrisa. Siempre
había estado sola y el mar siempre la había consolado. Esta noche, finalmente,
se uniría a él para nunca más tener que abandonarlo.
La botavara giró
violentamente, llenando la lona de aire con un sonoro chasquido al tiempo que
el gato siseó, aterrado. Ángela cazó el foque y, agarrando la caña del timón
con fuerza, orientó la popa en dirección al puerto, poniendo así rumbo hacia la
densa oscuridad del océano.
Navegó cerca de una
hora en sentido opuesto a la ciudad, con el gato acurrucado en su regazo, hasta
que ésta por fin se perdió de vista. Depositando al animal cuidadosamente en el
suelo, arrió las velas y subió el timón, dejando el oscuro velero a la deriva.
Y así, con las olas lamiendo el casco de Coralina, comenzó.
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miércoles, 26 de junio de 2013
El diario de Astrea
Astrea era una ciudad moderna y
tranquila. Se diferenciaba de las urbes vecinas no sólo en su distribución
equilibrada y práctica, sino también en el comportamiento de sus habitantes.
Los astrecenses eran gente pacífica y por lo general amable. Sin embargo, la
vida social en Astrea era hermética. La ciudad evitaba tratos con el exterior,
y sus habitantes sólo salían de ella hasta los hitos que marcaban el fin de su
jurisdicción. Los gobernantes de Oleda y de Magra –los núcleos urbanos más
cercanos– envidiaban y desconfiaban de los dirigentes políticos de Astrea.
Sobre todo porque éstos nunca se dejaban ver, ni participaban en los Actos Interurbanos
anuales. Realmente nadie sabía cómo era la vida en esa ciudad, dado que los
visitantes nunca se quedaban mucho tiempo. Apreciaban el buen funcionamiento de
los servicios y la felicidad de los residentes, pero no podían evitar sentirse
incómodos. Nadie era por naturaleza benévolo y abnegado como los astrecenses.
De modo que acababan por regresar a sus lugares de origen, preguntándose cómo
lo harían y si algún día todo el mundo podría marchar así de bien.
Elio, como muchos otros oledanos curiosos, había viajado
a Astrea para vivir de primera mano la asombrosa experiencia de la que tanto
hablaban los turistas que ya habían probado la inmersión cultural. Había
llegado por el Portal Norte, que comunicaba la ciudad directamente con Oleda.
Era un portal antiguo y mal mantenido, de una época previa a la prosperidad
reciente de Astrea, pero seguía funcionando y teletransportaba a turistas y
comerciantes de vez en cuando. Desde allí había cogido un tren elevado, por
primera vez en su vida, hasta el Hotel Público de Astrea, el único
establecimiento hostelero de la ciudad. Había permanecido en el Hotel dos
semanas, maravillado ante el trato de los encantadores astrecenses y fascinado
por su comportamiento. Según comentaban en el Hotel, pasaba las mañanas en las
terrazas de los bares, viendo a los trabajadores pasar y tomando notas en su
cuadernillo verde. A las dos semanas se había marchado y en Astrea no se volvió
a hablar de él.
La muchacha de servicio se preocupaba a menudo.
Sentía que no encajaba en el Hotel. El resto del personal parecía contento y
trabajaba mucho más eficazmente que ella. Se sentía el engranaje romo, el que desbarataba
la perfecta maquinaria del servicio en el establecimiento. Le molestaba tener
que sonreír siempre a los clientes, tener que soportar las exigencias de los
maleducados turistas. Pero no veía que a sus compañeros les afectase y eso le
preocupaba. Ellos parecían estar diseñados para la hostelería: cumplían con
gracia y profesionalidad.
Aquella mañana la muchacha estaba limpiando las
habitaciones de la tercera planta sin prestar mucha atención a su trabajo. Su
mente estaba en los cinco días de vacaciones que disfrutaría al finalizar el
mes, cuando se topó con el cuadernillo verde en un cajón de la mesilla de
noche. Recordaba muy bien el cuadernillo. Lo había traído el oledano guapo que
se había alojado allí hacía unas semanas, y no se había despegado de él en toda la duración de su visita. La muchacha no imaginaba cómo podría haberlo
olvidado, con el apego que había demostrado tenerle. Naturalmente, lo abrió para ojear. Según lo hizo, pensó que sus compañeros probablemente lo habrían
entregado en recepción sin cotillear, por si el dueño volvía buscándolo, pero
ella no era sus compañeros.
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domingo, 23 de junio de 2013
La elección
Caminaban de la mano por la
playa. Amanecía un día plomizo y precioso. Rayos apolíneos perforaban el tapiz
del horizonte, esclareciendo el camino de los paseantes. La pareja seguía la
costa, aparentemente interminable, en silencio.
Ella miraba hacia los nubarrones
sobre el mar, al punto donde los nítidos haces sugerían que debía de estar el
Sol. Con la vista seguía el reflejo de la luz sobre el agua, contemplativa. Su
mente, en un estado de plácida embriaguez, se mostraba ajena a las inquietudes
intelectuales. Las vacaciones, por fin, le permitían disfrutar de su existencia
sin más. De vez en cuando comprimía levemente la mano que agarraba como modo de
compartir su elación y su afecto.
Él la miraba a ella. Caminaba por
el interior, donde las olas sólo acariciaban sus tobillos. Trataba de vaciar la
mente, de disfrutar del idílico momento que compartían, pero le era imposible.
Cerró los ojos para que la luz le bañase los párpados, con la esperanza de que
ésta purgase su cerebro de los pensamientos que lo acosaban. Cada vez que ella
apretaba su mano, sentía que debía entregarse ciegamente, olvidar cualquier
recuerdo y rendirse a la felicidad que le brindaba. Sin embargo, cuando ella se
giraba para ver las olas, sentía una fría culpabilidad en su conciencia
recóndita. Era como una traición, pensaba, permitirse cosechar los placeres de
dos relaciones extraordinarias y no devolver su indivisible atención a ambas.
No era una infidelidad. Su novia,
la que había dejado en casa, la compañera de toda una vida, sabía con quién
estaba, sabía que no era una sustitución. También sabía que no era un capricho. La mujer que paseaba con él, sin embargo, era ignorante de
su conflicto. Con todo el tiempo que se llevaban viendo, él no había aunado
valor para explicarse. De nuevo, esta no había sido una decisión deshonesta.
Confiaba en que lo entendería. No obstante, le parecía una declaración
dolorosa, para todos. Aunque ella fuese capaz de asimilar que los sentimientos
de su chico eran bidireccionales, no podría evitar pensar que contaba con una
reciprocidad incompleta, fragmentada.
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domingo, 16 de junio de 2013
Un encargo complicado
Una corriente de aire recorrió los
aposentos de la condesa, agitando las cortinas coloradas y provocándole un
repentino escalofrío. Se estremeció al sentir la brisa contra su piel desnuda.
–Ana, haz el favor de cerrar el balcón– le pidió a
su criada, tendiéndole el corsé que acababa de quitarse.
La muchacha, rubia y de tez pálida, depositó la
prenda sobre el galán y vistió a su señora con una bata de terciopelo antes de
obedecer.
El asesino se pegó a la pared. La noche, aunque
despejada, era oscura; confiaba en que no lo habían descubierto. Miró en
derredor y, asegurándose de que estaba solo, saltó verticalmente para alcanzar
la primera viga de una vetusta pérgola. El entramado que formaban las glicinias,
tan antiguo y sólido como la estructura que lo soportaba, proporcionaba un buen
apoyo para trepar hasta la terraza.
Ana caminó con paso ligero hacia el balcón. Estaba
juntando las puertas por las que se filtraba el viento cuando percibió una
agitación en el follaje, más sonora que los susurros nocturnos de las hojas.
Asomándose por la barandilla oía música distante, señal de que las festividades
de la boda aún no habían concluido para quienes estaban dispuestos a
trasnochar. Escudriñó la espesura de la pérgola, pero le era imposible
distinguir nada en la oscuridad. La criada se tornó para regresar a la
habitación y vio su paso impedido por una figura esbelta, oscura incluso entre
las sombras. Su chillido quedó ahogado por la palma enguantada del desconocido,
que la agarró fuertemente por la mandíbula.
La condesa se impacientaba.
–Ana, ¿qué haces? – llamó en la dirección de la
terraza.
Al no llegar respuesta, se sentó para aguardar a su sirvienta. Turbada,
recordaba la cara de Doña Rafaela cuando ésta había oído la agria respuesta de
la condesa a su sugerencia. Desde luego la boda no había sido el mejor momento
para que le declarase sus intenciones, por mucha confianza que tuviesen. A la
condesa le resultaban tediosos los convenios y formalidades de la corte, y por
ello ya estaba de mal humor antes de iniciar su conversación con Doña Rafaela.
Suspiró, agotada, y decidió que guardaría su secreto mientras no tuviese que
involucrarse más. Lo que no haría sería animarla. Bastante se había buscado
ella sola. La condesa no se engañaba, la confianza no las hacía amigas. No
existía tal concepto en la corte. Doña Rafaela buscaba un favor y ella no veía
motivo para cedérselo.
Incapaz de esperar más, se levantó del tapizado
taburete y asomó la cabeza por la mampara que ocultaba su cuerpo a medio
vestir. En el centro de su cuarto, descubrió a un hombre larguirucho, vestido
todo de negro y embozado con pañuelo y capucha, de modo que sólo asomaban sus
espectaculares ojos verdes.
Si la mujer se había sorprendido
al verlo, lo disimulaba muy bien, pensó el asesino. Para su mayor sorpresa, la
condesa emergió completamente de detrás de su biombo y, con una sonrisilla
pícara, dijo: –Víctor, esos ojazos te delatarían aunque te disfrazases de
mujer–.
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miércoles, 15 de mayo de 2013
Noesis
El ermitaño, aunque ya mayor, se
mostraba sorprendentemente lúcido en su escritura. No era así en el diálogo,
que hacía tiempo no ejercía; nunca se le había dado bien la gente. Vivía solo
en un suntuoso piso de la Gran Vía, pero únicamente porque esa había sido la
casa de su esposa. Para él era un lugar lleno de recuerdos más que de
comodidades. Si en su mano hubiese estado habrían vivido en el pueblo, donde se
crió, pero quería demasiado a su mujer para hacerla abandonar su preciada
herencia y hogar.
Con un suspiro retiró la cabeza
del papel y soltó el lapicero. Apretando los dientes, se agachó en la silla
para rascarse la pierna varicosa por debajo del pantalón. Tenía que descansar
un rato. Lentamente se levantó de la mesa y, arrastrando los pies, avanzó hasta
el salón, donde abrió la ventana para inundar la casa con los ruidos de la
calle. Sin asomarse a la concurrida avenida, se tumbó en un sillón, con las
piernas en alto, y tomó de la mesilla un tarro.
Sonrió. Este era su secreto, su
placer prohibido. Sin él no habría podido seguir viviendo al fallecer su mujer.
Era lo que daba sentido a su triste vida, lo que le permitía escapar de la
casa, recorrer Madrid, escribir sobre las vidas anónimas de la ciudad.
El tarro zumbaba levemente; un
susurro suave, seductor. Abrió la tapa e introdujo la mano en el bote,
atrapando la mosca diestramente. Reteniendo a la mosca con ambas manos, cerró
los ojos, concentrándose en el insecto que todavía revoloteaba entre sus dedos.
Sintió la vida del animal, su insignificante actividad mental. Sin gran
esfuerzo, desplazó la conciencia de la mosca para tomar posesión de su
organismo. Al abandonar el viejo su propio cuerpo, los brazos calleron lacios a
sendos lados del sillón. Con desbordante júbilo, alzó el vuelo y se lanzó a la
Gran Vía, donde le recibió el caluroso sol de la tarde de julio.
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