domingo, 16 de junio de 2013

Un encargo complicado

Una corriente de aire recorrió los aposentos de la condesa, agitando las cortinas coloradas y provocándole un repentino escalofrío. Se estremeció al sentir la brisa contra su piel desnuda.
–Ana, haz el favor de cerrar el balcón– le pidió a su criada, tendiéndole el corsé que acababa de quitarse.
La muchacha, rubia y de tez pálida, depositó la prenda sobre el galán y vistió a su señora con una bata de terciopelo antes de obedecer.
El asesino se pegó a la pared. La noche, aunque despejada, era oscura; confiaba en que no lo habían descubierto. Miró en derredor y, asegurándose de que estaba solo, saltó verticalmente para alcanzar la primera viga de una vetusta pérgola. El entramado que formaban las glicinias, tan antiguo y sólido como la estructura que lo soportaba, proporcionaba un buen apoyo para trepar hasta la terraza.
Ana caminó con paso ligero hacia el balcón. Estaba juntando las puertas por las que se filtraba el viento cuando percibió una agitación en el follaje, más sonora que los susurros nocturnos de las hojas. Asomándose por la barandilla oía música distante, señal de que las festividades de la boda aún no habían concluido para quienes estaban dispuestos a trasnochar. Escudriñó la espesura de la pérgola, pero le era imposible distinguir nada en la oscuridad. La criada se tornó para regresar a la habitación y vio su paso impedido por una figura esbelta, oscura incluso entre las sombras. Su chillido quedó ahogado por la palma enguantada del desconocido, que la agarró fuertemente por la mandíbula.
La condesa se impacientaba.
–Ana, ¿qué haces? – llamó en la dirección de la terraza.
Al no llegar respuesta, se sentó para aguardar a su sirvienta. Turbada, recordaba la cara de Doña Rafaela cuando ésta había oído la agria respuesta de la condesa a su sugerencia. Desde luego la boda no había sido el mejor momento para que le declarase sus intenciones, por mucha confianza que tuviesen. A la condesa le resultaban tediosos los convenios y formalidades de la corte, y por ello ya estaba de mal humor antes de iniciar su conversación con Doña Rafaela. Suspiró, agotada, y decidió que guardaría su secreto mientras no tuviese que involucrarse más. Lo que no haría sería animarla. Bastante se había buscado ella sola. La condesa no se engañaba, la confianza no las hacía amigas. No existía tal concepto en la corte. Doña Rafaela buscaba un favor y ella no veía motivo para cedérselo.
Incapaz de esperar más, se levantó del tapizado taburete y asomó la cabeza por la mampara que ocultaba su cuerpo a medio vestir. En el centro de su cuarto, descubrió a un hombre larguirucho, vestido todo de negro y embozado con pañuelo y capucha, de modo que sólo asomaban sus espectaculares ojos verdes.
                Si la mujer se había sorprendido al verlo, lo disimulaba muy bien, pensó el asesino. Para su mayor sorpresa, la condesa emergió completamente de detrás de su biombo y, con una sonrisilla pícara, dijo: –Víctor, esos ojazos te delatarían aunque te disfrazases de mujer–.
“Totalmente cierto,” pensó el hombre con amargura, pero habría sido muy poco profesional reconocerlo en voz alta. Durante sus trabajos, sólo hablaba si lo requería el cliente, y conversar acerca de su identidad con esta mujer no era parte del contrato. Dio dos pasos al frente, con intención de terminar rápido, y ella no trató de huir. En cambio, acarició su melena pelirroja y se apoyó en la pared más cercana, de manera que la bata deslizó sobre su piel, exponiendo un seno a la luz de la lámpara. Víctor se quedó paralizado. Ni siquiera en sus encargos más conflictivos había tenido que lidiar con situaciones tan difíciles como esta. Ella no decía nada, pero el asesino era plenamente consciente de que estaba siendo manipulado. Aunque no era un hombre fácilmente conturbado, los recuerdos de largas noches entre los brazos de la condesa lo anegaban, impidiéndole llevar acabo su cometido. Componiéndose, recordó que no sentía nada por la mujer, ella por él tampoco, y que su alianza residía únicamente con el dinero prometido al concluir.
                Tratando de ignorar el bulto entre sus piernas, avanzó serenamente hacia ella, la tomó por el brazo y, desenvainando una daga corta, pronunció las palabras que su cliente había solicitado: –“Buenas noches de Rafaela”–.
                La condesa se zafó con habilidad y extrajo un punzón de entre los pliegues de su bata. Desembarazándose de un segundo agarrón, lo clavó con saña en el cuello de su captor, mascullando a su vez: –Buenas noches Víctor–.
                El asesino, que no había fallado en un encargo hasta la fecha, no pensaba finalizar su carrera con un fracaso; en un último y sobrehumano esfuerzo, apuñaló a la condesa en el vientre.
                A la fresca terraza, donde yacía el cuerpo inerte de Ana, llegaba música del jolgorio lejano. Las glicinias, susurrantes, perfumaban la noche. Y por la puerta entreabierta fluía un reguero carmesí, a juego con las cortinas corridas, que se agitaban en la brisa. 

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