Una corriente de aire recorrió los
aposentos de la condesa, agitando las cortinas coloradas y provocándole un
repentino escalofrío. Se estremeció al sentir la brisa contra su piel desnuda.
–Ana, haz el favor de cerrar el balcón– le pidió a
su criada, tendiéndole el corsé que acababa de quitarse.
La muchacha, rubia y de tez pálida, depositó la
prenda sobre el galán y vistió a su señora con una bata de terciopelo antes de
obedecer.
El asesino se pegó a la pared. La noche, aunque
despejada, era oscura; confiaba en que no lo habían descubierto. Miró en
derredor y, asegurándose de que estaba solo, saltó verticalmente para alcanzar
la primera viga de una vetusta pérgola. El entramado que formaban las glicinias,
tan antiguo y sólido como la estructura que lo soportaba, proporcionaba un buen
apoyo para trepar hasta la terraza.
Ana caminó con paso ligero hacia el balcón. Estaba
juntando las puertas por las que se filtraba el viento cuando percibió una
agitación en el follaje, más sonora que los susurros nocturnos de las hojas.
Asomándose por la barandilla oía música distante, señal de que las festividades
de la boda aún no habían concluido para quienes estaban dispuestos a
trasnochar. Escudriñó la espesura de la pérgola, pero le era imposible
distinguir nada en la oscuridad. La criada se tornó para regresar a la
habitación y vio su paso impedido por una figura esbelta, oscura incluso entre
las sombras. Su chillido quedó ahogado por la palma enguantada del desconocido,
que la agarró fuertemente por la mandíbula.
La condesa se impacientaba.
–Ana, ¿qué haces? – llamó en la dirección de la
terraza.
Al no llegar respuesta, se sentó para aguardar a su sirvienta. Turbada,
recordaba la cara de Doña Rafaela cuando ésta había oído la agria respuesta de
la condesa a su sugerencia. Desde luego la boda no había sido el mejor momento
para que le declarase sus intenciones, por mucha confianza que tuviesen. A la
condesa le resultaban tediosos los convenios y formalidades de la corte, y por
ello ya estaba de mal humor antes de iniciar su conversación con Doña Rafaela.
Suspiró, agotada, y decidió que guardaría su secreto mientras no tuviese que
involucrarse más. Lo que no haría sería animarla. Bastante se había buscado
ella sola. La condesa no se engañaba, la confianza no las hacía amigas. No
existía tal concepto en la corte. Doña Rafaela buscaba un favor y ella no veía
motivo para cedérselo.
Incapaz de esperar más, se levantó del tapizado
taburete y asomó la cabeza por la mampara que ocultaba su cuerpo a medio
vestir. En el centro de su cuarto, descubrió a un hombre larguirucho, vestido
todo de negro y embozado con pañuelo y capucha, de modo que sólo asomaban sus
espectaculares ojos verdes.
Si la mujer se había sorprendido
al verlo, lo disimulaba muy bien, pensó el asesino. Para su mayor sorpresa, la
condesa emergió completamente de detrás de su biombo y, con una sonrisilla
pícara, dijo: –Víctor, esos ojazos te delatarían aunque te disfrazases de
mujer–.
“Totalmente cierto,” pensó el hombre con amargura,
pero habría sido muy poco profesional reconocerlo en voz alta. Durante sus
trabajos, sólo hablaba si lo requería el cliente, y conversar acerca de su
identidad con esta mujer no era parte del contrato. Dio dos pasos al frente,
con intención de terminar rápido, y ella no trató de huir. En cambio, acarició
su melena pelirroja y se apoyó en la pared más cercana, de manera que la bata
deslizó sobre su piel, exponiendo un seno a la luz de la lámpara. Víctor se
quedó paralizado. Ni siquiera en sus encargos más conflictivos había tenido que
lidiar con situaciones tan difíciles como esta. Ella no decía nada, pero el
asesino era plenamente consciente de que estaba siendo manipulado. Aunque no
era un hombre fácilmente conturbado, los recuerdos de largas noches entre los
brazos de la condesa lo anegaban, impidiéndole llevar acabo su cometido.
Componiéndose, recordó que no sentía nada por la mujer, ella por él tampoco, y
que su alianza residía únicamente con el dinero prometido al concluir.
Tratando de ignorar el bulto
entre sus piernas, avanzó serenamente hacia ella, la tomó por el brazo y,
desenvainando una daga corta, pronunció las palabras que su cliente había
solicitado: –“Buenas noches de Rafaela”–.
La condesa se zafó con habilidad
y extrajo un punzón de entre los pliegues de su bata. Desembarazándose de un
segundo agarrón, lo clavó con saña en el cuello de su captor, mascullando a su
vez: –Buenas noches Víctor–.
El asesino, que no había fallado
en un encargo hasta la fecha, no pensaba finalizar su carrera con un fracaso;
en un último y sobrehumano esfuerzo, apuñaló a la condesa en el vientre.
A la fresca terraza, donde yacía
el cuerpo inerte de Ana, llegaba música del jolgorio lejano. Las glicinias, susurrantes,
perfumaban la noche. Y por la puerta entreabierta fluía un reguero carmesí, a
juego con las cortinas corridas, que se agitaban en la brisa.
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