El ermitaño, aunque ya mayor, se
mostraba sorprendentemente lúcido en su escritura. No era así en el diálogo,
que hacía tiempo no ejercía; nunca se le había dado bien la gente. Vivía solo
en un suntuoso piso de la Gran Vía, pero únicamente porque esa había sido la
casa de su esposa. Para él era un lugar lleno de recuerdos más que de
comodidades. Si en su mano hubiese estado habrían vivido en el pueblo, donde se
crió, pero quería demasiado a su mujer para hacerla abandonar su preciada
herencia y hogar.
Con un suspiro retiró la cabeza
del papel y soltó el lapicero. Apretando los dientes, se agachó en la silla
para rascarse la pierna varicosa por debajo del pantalón. Tenía que descansar
un rato. Lentamente se levantó de la mesa y, arrastrando los pies, avanzó hasta
el salón, donde abrió la ventana para inundar la casa con los ruidos de la
calle. Sin asomarse a la concurrida avenida, se tumbó en un sillón, con las
piernas en alto, y tomó de la mesilla un tarro.
Sonrió. Este era su secreto, su
placer prohibido. Sin él no habría podido seguir viviendo al fallecer su mujer.
Era lo que daba sentido a su triste vida, lo que le permitía escapar de la
casa, recorrer Madrid, escribir sobre las vidas anónimas de la ciudad.
El tarro zumbaba levemente; un
susurro suave, seductor. Abrió la tapa e introdujo la mano en el bote,
atrapando la mosca diestramente. Reteniendo a la mosca con ambas manos, cerró
los ojos, concentrándose en el insecto que todavía revoloteaba entre sus dedos.
Sintió la vida del animal, su insignificante actividad mental. Sin gran
esfuerzo, desplazó la conciencia de la mosca para tomar posesión de su
organismo. Al abandonar el viejo su propio cuerpo, los brazos calleron lacios a
sendos lados del sillón. Con desbordante júbilo, alzó el vuelo y se lanzó a la
Gran Vía, donde le recibió el caluroso sol de la tarde de julio.
Por primera vez en toda la semana
se sentía vivo, funcional.
Descendió a la calle, zumbando entre los abanicos, gorros y botellines de los
peatones. Era un vuelo agitado, frenético, eufórico. Iba y venía entre los
coches y recorría las aceras, deteniéndose sólo para recoger información:
miraba los menús de los restaurantes, captaba conversaciones de turistas, leía
titulares de periódicos... Necesitaba algo que mereciese la pena. Quería saber
más sobre la condición humana, acopiar ideas para su libro.
Salió a la calle de Alcalá para
ver La Cibeles, magnífica en la luz del atardecer. Continuó hacia el este y,
con rebelde placer, zigzagueó entre los cinco arcos de la Puerta de Alcalá.
Poniéndose serio, penetró la fronda del Retiro, y allí pasó la tarde entre la
gente de Madrid. Escuchó la riña de una pareja de adolescentes tumbados sobre
la hierba, acompañó a una familia de extranjeros durante su paseo en barco,
estuvo en el mismo banco que una chica a quien besaron por primera vez y vio
como un hombre le hablaba a su perro mientras lo paseaba.
Esa noche, ya en casa, escribió
hasta que se le cerraron los ojos. Rendido y de madrugada, se metió en la cama,
satisfecho. Hacía tiempo que su escritura no tomaba un tono optimista. En el
momento antes de quedarse dormido, iluminado, le vino un título para su obra, y
sonrió para si: "La humanidad, una historia bonita".
Para mi hermano, filósofo y dueño de este personaje.
Uff no sé qué decir, ya lo diré en otro momento. No tengo la cabeza hoy en su lugar.
ResponderEliminarDoble
Ok, todos los comentarios son bienvenidos. ¡De la crítica se aprende! ;)
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