El puerto deportivo estaba desierto, exceptuando a
la mujer que paseaba con su gato. El animal, negro como la noche, no se
despegaba de las piernas de su dueña. Ella avanzaba con decisión en la
oscuridad, ignorando a la criatura que serpeaba entre sus tobillos.
Ángela se llamaba.
Pasaría la noche, como todas las anteriores, con la única compañía de su
mascota. En el paseo marítimo los lugareños disfrutaban del ocio nocturno entre
música y carcajadas. Ella, desde la soledad del malecón, sólo oía el suave
romper de las olas.
Presionando la palma
contra la cerradura, abrió la cancela que daba acceso al muelle y descendió
hasta el pantalán, con el gato aún a sus pies. Lo recorrió en silencio mientras
buscaba una nave apropiada. Eligió un velero pequeño con el nombre “Coralina”
grabado en su casco granate. El dueño no lo había cubierto con una lona como
los demás. Ángela saltó a la cubierta y extendió los brazos para que el gato la
siguiera. Desamarrando la embarcación, la empujó hacia el mar, dejando atrás
las luces de la ciudad.
Coralina contaba con
un motor fuera borda, pero Ángela valoraba el silencio, por lo que no lo usó.
En cambio, depositando primero el gato en el suelo, izó la vela mayor con
destreza y descendió la orza. Luego se irguió hasta su máxima altura y abrió
los brazos, murmurando suavemente. Casi de forma instantánea, el viento
recorrió la bahía, levantando espuma e inundando el aire con el olor de la
salmuera. Por primera vez en la noche, Ángela se permitió una sonrisa. Siempre
había estado sola y el mar siempre la había consolado. Esta noche, finalmente,
se uniría a él para nunca más tener que abandonarlo.
La botavara giró
violentamente, llenando la lona de aire con un sonoro chasquido al tiempo que
el gato siseó, aterrado. Ángela cazó el foque y, agarrando la caña del timón
con fuerza, orientó la popa en dirección al puerto, poniendo así rumbo hacia la
densa oscuridad del océano.
Navegó cerca de una
hora en sentido opuesto a la ciudad, con el gato acurrucado en su regazo, hasta
que ésta por fin se perdió de vista. Depositando al animal cuidadosamente en el
suelo, arrió las velas y subió el timón, dejando el oscuro velero a la deriva.
Y así, con las olas lamiendo el casco de Coralina, comenzó.
Dibujaba
metódicamente, de vez en cuando rectificando líneas que resultaban imperfectas
debido al continuo bamboleo del barco. Empleaba un pincel que mojaba en un bote
de un estridente color cian. El gato, curioso, se había sentado a observar a su
ama trabajar. A veces se paseaba por los trazos que ella pintaba sobre el suelo
de Coralina, con cuidado de no pisar las rayas. Cuando hubo terminado, Ángela
depositó el pincel sobre el asiento y se levantó para contemplar su obra. El
suelo de la embarcación lucía una elegante estrella de siete puntas con una
circunferencia inscrita en su heptágono central.
Asomándose por la
borda, tomó agua en un achicador y con ella roció la superficie de la cubierta.
El gato saltó a la cabina de proa, escandalizado. Al entrar en contacto con el
agua marina, la estrella se iluminó tenuemente, emitiendo un resplandor etéreo.
Ángela, satisfecha, se quitó los zapatos para colocarse en el centro de su
dibujo, erguida y con los ojos cerrados. Desde allí recitó en voz alta una
oración en un lenguaje sibilante y melodioso.
Ángela se sentía muy
bien. El estómago le revoloteaba con la emocionante anticipación de lo que
estaba a punto de ocurrir y ya empezaba a notar los cambios en su físico y
percepción. De repente sintió un corte abrasador en el lado del cuello, seguido
inmediatamente por otro tajo simétrico. Chilló al sentir la sangre surtir a
presión por ambos lados de su cuello. Presionando con las palmas de las manos
sus heridas, se desplomó de la agonía, al tiempo que el gato trataba de refugiarse
del surtidor que salpicaba su pelaje de sangre. Ángela sintió que el flujo
amainaba y retiró las manos del cuello. Al fulgor azul del heptágono, vio que
sus extremidades manchadas habían desarrollado membranas interdigitales.
Sobrecogida, se llevó los dedos al cuello de nuevo. Su piel sensible aún estaba
recuperándose en torno a las incisiones que habían aparecido para acomodar sus
nuevas branquias. Arrancándose la ropa, descubrió que el resto de su cuerpo se
había endurecido, sin llegar a formar escamas. Aguardó varios minutos más, con
respiración forzada, a que se completara la transformación, pero pronto supo
que ya había concluido: una metamorfosis incompleta, repulsiva.
La mujer gritó en su frustración; un grito
desgarrador y no del todo humano. El gato, cercano a la psicosis, caminaba
frenéticamente de un lado a otro, incapaz de abandonar la dantesca escena.
Dedicándole una última mirada de pena, Ángela se arrojó al mar. Y el mar, que
siempre había estado ahí para consolarla, lavó sus lágrimas saladas y la
envolvió en su abrazo.
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