domingo, 29 de junio de 2014

Gajes del oficio

La lluvia golpeaba los cristales mugrientos, añadiendo su percusión a los ronquidos que llenaban el cuarto. El muchacho se acomodó contra una pared, tratando de ceñirse el harapo más cerca del cuerpo. Giró la cabeza para observar al hombre que dormía en el camastro. Un brazo velludo se desparramaba por el suelo y por la comisura de los labios le corría un hilillo de baba. El chico apartó la vista y se centró de nuevo en la lluvia; los ojos distraídos y la mente preocupada.
El médico se levantó temprano, ansioso por emprender el camino antes de que despertase todo el pueblo. Se calzó las botas de cuero y la túnica de oficio, a falta de ropa más apropiada para el viaje. Recogió sus enseres en el cabás, donde echó también los guantes y gafas. Por último, sacó las hierbas viejas del pico de su máscara y las reemplazó con un saquito de tela perfumado, con cuidado de no obstruir los orificios del respirador. Tomó su sombrero y el bastón que reposaba contra la puerta y, echando un último vistazo en derredor, salió de la posada.

Fuentesaúco amanecía encapotado, y las rodadas de los carros habían sido inundadas para formar profundos charcos en el camino de tierra. En la calle sólo se oía actividad de la cocina del mesón y el trino de algunos pájaros madrugadores. El médico se apresuró en echar a caminar, pero era difícil no llamar la atención, y pronto lo interrumpieron.
—¡Doctor! ¿Se va usted ya?— llamó alguien a sus espaldas, —¡pero aquí seguimos igual!—.
El hombre se giró para ver a una mujer que había dejado de sacudir sábanas desde su balcón. Se retiró la máscara antes de contestar.
—Lo siento, señora. Mi contrato en Fuentesaúco ha terminado. Vuelvo a Salamanca a mi mujer y mi niña.—
La mujer hizo una mueca. Entonces la reconoció. Había tratado a su marido hacía sólo dos días. Eran tantos los afligidos en el pueblo que era imposible llevar la cuenta. Añadió: —Espero que el señor se recupere pronto. No tenía tan mal aspecto—. Pero lo cierto era que su marido no se iba a recuperar: la necropsia se había extendido a todos sus dedos. Se volvió a ajustar la máscara sobre la nariz y continuó su camino. Tres veces más lo detuvieron antes de que saliese del pueblo. Aún así, sólo cuando hubo perdido de vista la última casa se quitó la máscara de ave y guardó la bolsa aromática en un bolsillo.

El viaje fue largo y penoso. Cuando por fin apareció Salamanca en el horizonte la tarde ya empezaba a oscurecer y el médico, a pesar de haber conseguido subirse a un carro durante el camino, estaba sucio y cansado. Se sentó en una piedra junto a la carretera para quitarse las botas y reposar las piernas. Estaba a las puertas de casa, pero todavía pasaría varios días en cuarentena hasta que pudiese ver a su familia. Era un trabajo odioso, el suyo, pero el único que tenía. Terminó de masajearse los pies y se calzó una bota. Entonces fue cuando lo asaltaron.
El muchacho había oído historias sobre los médicos de la peste, pero nunca había visto uno. Sabía que eran más brujos que doctores, y contaban que los mejores también leían profecías. Por eso este resultó ser una completa decepción. Sentado al pie del camino, descalzo y cubierto de barro, parecía un hombre bastante corriente, salvo por el bolso de cuero y su distintivo sombrero de galeno. Entonces vio la máscara. La llevaba pendida del cinto. Era negra completamente y tenía un pico curvo que mediría por lo menos un pie. Le daba un aspecto diabólico y amenazante.

Aguardó escondido mientras el hombre al que acompañaba se acercó hasta el doctor y con asustante calma le colocó una navaja en el cuello.
—No te muevas— dijo, en una voz bronca y ligeramente afónica. —Ni hables—. El médico obedeció, soltando la bota que tenía entre las manos.
—Niño, ven aquí— llamó. El muchacho corrió hasta la carretera.
—Cálzale. No pienso llevarlo a rastras—. Los tres permanecieron en silencio mientras el chico terminó de atar las botas. —Y quítale los trastos— añadió cuando hubo terminado. El chaval recogió el cabás y el bastón. Extendió la mano hacia la máscara, dubitativo. —Sí, esa también. Y el sombrero.—

—Si me permite...— empezó el médico. El hombre retiró la navaja y le dio una poderosa bofetada. 
—No hables— dijo solamente, antes de colocarle un saco sobre la cabeza. Aturdido, a ciegas y despojado de sus posesiones, lo levantó del camino con una mano y echó a andar, presionando el cuchillo contra su espalda.
Cuando pudo ver otra vez, el médico se halló en una habitación pequeña, con una ventana empañada y un camastro de paja. No había más muebles. El hombre que lo había golpeado se agachó, con visible dolor, para atarlo de pies y manos y colocó un trapo entre sus dientes. Dándole la navaja al niño, le dijo: —No le quites el ojo de encima. Y no salgas fuera.— Sin dar más explicaciones, se marchó.

Cuando se quedaron a solas, el muchacho se sentó en el borde del camastro, empuñando el cuchillo en una mano y observando al galeno atentamente. Por no mirar al chaval, el médico levantó la vista, pero lo único que había que ver eran las humedades del techo, de modo que volvió a centrarse en el chico. Esta vez le sostuvo la mirada. Parecía muy joven, apenas un chaval pubescente, y le observaba con ojos imperturbables. Era una mirada hambrienta, casi fiera, pero el médico sospechaba que albergaba más curiosidad que otra cosa. Pasó el tiempo, y la tarde dio paso a la noche a las afueras de Salamanca. El hombre seguía sin regresar y el prisionero pensaba en la forma de librarse de su centinela, pero el niño no se movía. Pensaba en casa, también, y en su hija, mientras el cuello cedía ante el peso de su cráneo... Se recuperaba de las cabezadas repentinamente, para hallar al muchacho donde lo había dejado: sentado en el camastro con un cuchillo en la mano.

Debió de haberse dormido, porque despertó en algún momento de la noche con el cuello dolorido. Llovía de nuevo. El chico seguía despierto, aunque ojeroso, pero durante su sueño había soltado la navaja para investigar las posesiones del doctor. No se percató de la vigilia de su prisionero, de modo que el médico permaneció en silencio, observando al niño con interés. Parecía que había terminado de inspeccionar todos los bártulos del cabás, que estaban extendidos sobre la cama, y ahora sostenía la máscara ante sus ojos, con evidente fascinación. Se la acercó al rostro lentamente, indeciso. En el último momento decidió mirar al doctor y, viendo que estaba despierto, soltó la máscara y se apresuró en encontrar la navaja entre todos los utensilios. El médico, entretenido, levantó las cejas en un gesto burlón. Tras un largo silencio, la curiosidad pudo con el chico.
—¿Para qué es?— preguntó. El prisionero ladeó la cabeza y bajó la vista, señalando con los ojos a su mordaza. Sin soltar la navaja, el chico se acercó hasta él y retiró el pañuelo de su boca.
Inspiró profundamente, aliviado, antes de responder. —Es un respirador, para prevenir el miasma—.
El niño había oído hablar de los miasmas. La peste estaba en todas partes.
—¿Esto me puede proteger de él?— dijo, señalando hacia la puerta con la cabeza. El médico entendió que se refería al hombre con el que vivía.
—No. La máscara sola no hace nada.— No dio más explicaciones, esperando que el niño insistiese. Cuando no lo hizo, añadió: —¿Entonces está enfermo, tu padre?—.
El niño respondió instintivamente: —¡No es mi padre!—.
—Vale, no es tu padre. ¿Está enfermo? ¿Es ese el motivo por el que estoy aquí? ¿Quiere que le cure?—
—Quiere dinero.— 
El médico ató cabos rápidamente. La peste había diezmado la población de Salamanca. Necesitaban los pocos médicos que tenían. Era un rehén. Su captor iba a pedir un rescate.

En ese momento apareció el hombre en el umbral, calado y con los ojos muy abiertos. Entró tambaleándose en el cuartucho y, viendo a su prisionero sin mordaza se dirigió al niño: —¿Has estado hablando con él?—. Sin esperar respuesta le dio un golpe con la mano abierta que lo mandó al suelo de rodillas. Parecía inconsciente. Luego el hombre rompió a toser violentamente.

El rehén aprovechó su oportunidad: —Necesitas tratamiento— se apresuró a decir.
—Calla— dijo el otro, antes de doblarse de dolor.
Levantándose, el médico extendió los brazos. —Desátame, puedo ayudarte.—
El hombre cedió, quitándole las ataduras y desplomándose en la cama, agónico. Su prisionero se inclinó sobre él para examinar los síntomas. La punta de la nariz y los bordes de sus orejas tenían un aspecto oscuro insalubre. Quitándole la camisa, pudo observar a simple vista bubones hinchados como naranjas bajo las axilas.
—¿¡Qué tengo!?— gritó el paciente.
Adoptando un tono calmado y profesional, el galeno rebuscó en su cabás de cuero. —Tienes la peste, como todos mis pacientes. Si no te equilibramos los humores, esos bultos pueden ser un problema. Pero una infusión de adormidera puede quitarte parte del dolor.—
El hombre apretó los dientes. —Cúrame.—

Bajo circunstancias normales, el médico tendría a mano una rana que colocaría en los bubones del paciente, pero estas no eran circunstancias normales. Echó un vistazo rápido al despliegue de utensilios que el chaval había extendido sobre la cama. Su vista se detuvo, vacilante, en el bisturí. Miró brevemente al niño, para asegurarse de que seguía desmayado en el suelo y luego miró al hombre, que se retorcía de dolor y le observaba con ojos como platos. Era incapaz de hacerlo. No podía asesinar a un paciente, por muy bajo que hubiese caído. Pero sí podía dormirlo y marcharse de allí antes de que sus captores recuperasen el sentido. —Necesitas medicina— dijo el doctor, como si esta fuese la conclusión a la que había llegado tras su larga meditación. Rebuscó en el cabás, rezando para que el muchacho no hubiese descartado su vial de opio.

Un grito terrible resonó en la habitación, por encima de los gemidos, y el médico sintió algo húmedo en la nuca. Bajó la mirada para descubrir que la cama estaba teñida de salpicaduras oscuras. Girando la cabeza, vio el respiradero de su máscara muy de cerca, con una macabra mancha de sangre goteando por la mejilla. El chico estaba tendido sobre el cadáver de su captor, todavía sujetando la navaja que había hundido en su cuello. Sollozando, retiró la máscara de su cara y la dejó caer al suelo. 
—Llévame a Salamanca. Por favor.—


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